10.3.10

La droguería (cuento) 1º parte


La Droguería

por Arturo Belda


Cuando yo iba a la escuela técnica la veía. Muchas veces ella estaba en la puerta de la droguería. Entonces era aún una niña, pero dejaba ver la hermosa mujer que llegaría a ser.

Hay cosas valiosas en la vida, que tienen precios que cuesta pagar. Ella llegó a ser mi mujer, pero tengo que reconocer que me costó mucho lograrlo. No todo fue vencer su natural recato y timidez, conseguir que me contestara y que alguna vez llegara a sonreír. Fue todo un triunfo lograr que aceptara que nos encontráramos en la plaza y mucho más aún arrancarle un fugaz beso.

Cuando su mamá se enteró de que nos estábamos viendo, me hizo saber por medio de ella que quería conocerme. Me recibió cortésmente, aunque con cierta frialdad. Fueron innumerables las preguntas que tuve que contestar. Me observaba de arriba abajo, como buscándome alguna falla o defecto. Demás está decir que yo estaba firme pero muy tenso, esperando ese veredicto que tardaba en producirse. Aunque entré en la casa como amigo de la nena, era evidente que se me observaba como probable candidato.

Había según mi entender, una valla social que sortear, yo pertenecía a una familia muy humilde y ellos eran gente rica. La droguería con todo su local, depósito, oficina y demás instalaciones, más la enorme residencia que había en el primer piso, eran propiedad de la familia. Esto solo ya valía una fortuna, pero además tenían otros bienes raíces. La mamá era viuda, una viuda relativamente joven, dueña o por lo menos indiscutible administradora de todos esos bienes. La nena estudiaba magisterio, piano y no sé que otras cosas. El hermano iba a la facultad, algún día sería contador, como había sido su padre. En la casa imperaba una rígida disciplina sostenida por la mamá, con el noble propósito, sin duda, de hacer de sus hijos personas probas y equilibradas.

Me llevó un tiempo llegar a ser considerado el novio, y esto a regañadientes. Era muy claro para mí que la familia no me consideraba el candidato con dotes suficientes. Yo no era rico, carecía de abolengo (ellos también) no tenía título universitario y era petiso. Lo de petiso fue siempre tema discutible, no soy alto pero tampoco soy un enano. No obstante todas estas objeciones, yo contaba con una carta de triunfo: la nena me quería. Soporté innumerables desplantes hasta que finalmente llegó el solemne día en que fui a pedir la mano de Elenita, la nena.

Como ya todas las instancias de negación habían sido salvadas, la mamá me impuso una última y perentoria condición: al casarnos tendríamos que vivir en la casa. La casa era por demás grande, con comodidad para varias personas. De esa forma la nena estaría siempre cerca de su mamá. Esta condición me resultaba un beneficio y una solución inmediata, por lo cual acepté muy complacido.

Todo parecía marchar perfectamente bien, aunque nunca negué mi condición de ateo, no me costó ningún trabajo aceptar el casamiento por iglesia, además del Registro Civil. Mi futura segunda mamá era muy, pero muy católica y no tuve nunca el menor interés en contrariarla.

En otras familias el casamiento de una joven pareja puede tener el efecto de una gran alegría, en este caso no fue así. A pesar de que la familia era numerosa y la multitud de relaciones era inacabable, la concurrencia a la iglesia fue escasa. No hubo fiesta, solo un almuerzo familiar en un restorán y con los íntimos indispensables. La famosa luna de miel duró apenas diez días. Yo la tuve que costear con cierto sacrificio y ellos no pusieron ni un centavo.

La convivencia parecía no acarrear mayores problemas, la nena seguía con sus actividades habituales, siempre muy pegada a su mamá. Teníamos una habitación al lado de uno de los baños, que resultaba prácticamente de uso exclusivo. Comíamos en el comedor de la casa. Había mucama y cocinera. Casi siempre lo hacíamos solos, la comida era una instancia bastante anómala, cada cual comía cuando se le daba la gana. Los domingos sí, se reunía todo el grupo familiar, la mamá con sus dos hijos, un tío, hermano de ella y yo. Con frecuencia había algún otro pariente o invitado. Antes de comer se debía rezar para agradecer a Dios. Con las manos sobre la mesa, me quedaba quieto esperando hasta que todos empezaran a comer.

Como yo trabajaba, porque nunca dejé de trabajar, impuse a rajatabla la condición de que contribuiría con los gastos de la casa. No querían cobrarme de ninguna manera, pero insistí y me puse firme hasta que la señora tuvo que aceptar.

Mis estudios fueron nada más que de escuela técnica, soy electrotécnico. Ya de estudiante trabajaba con mi tío, él era albañil y con él aprendí el oficio, es decir que soy electricista, albañil, gasista, plomero, carpintero, herrero, etc. Todo me sirve para no estar nunca sin trabajo. Mi ropa de trabajo y toda mi ropa, nunca dejé que la lavara la muchacha, la llevaba al lavadero.

Yo no conocí otra casa que la de mis padres y mis tíos. Allí se respiraba alegría dentro de una pobreza digna. En la droguería no había alegría, al menos en mi presencia, nunca se veía una sonrisa ni mucho menos una carcajada. Cuando entraba a una habitación, se daba la casualidad que las personas que estuvieran en ella se tenían que ir. Podría pensar que se me hacía a un lado, pero eso no era atribuible a doña Fernanda, ella parecía severa pero justa y no daba lugar a que se pusiera en duda su bondad y buena disposición hacia todo el mundo, condición propia de su firme religiosidad. No era persona de hablar mucho, pero cuando lo hacía siempre recalcaba que su más firme propósito en la vida era hacer todo el bien posible a los demás.

Para el primer cumpleaños de Elenita, quise hacerle un regalo. Yo siempre fui una calamidad para hacer regalos, es algo que no me gusta, tengo poca habilidad para acertar qué puede gustarle a otro y mucho menos a una mujer. Entendí que si le compraba un lindo vestido en la Avenida Santa Fe y que fuera bastante caro, al menos para mí, estaría bien. Tuve que darle la boleta para que lo cambiara por cualquier otra cosa. Lo que se han reído con el famoso vestido. Ni siquiera tuvieron la delicadeza de reírse a mis espaldas.

Había momentos en que doña Fernanda me resultaba una persona contenedora, casi tierna, amigable. En esos momentos me sentía feliz. Elenita estaba siempre junto a ella. Debía controlar mi efusividad delante de la mamá, porque eran gente muy recatada. Sin embargo los parientes mostraban entre ellos todo lo contrario. Sentía en todo momento que me faltaba más tiempo junto a mi mujer, siempre había alguien, siempre alguna ocupación, siempre, por lo menos, la presencia de la mamá.

Varios meses, casi un año después del casamiento, tuvimos nuestras primeras vacaciones. Me esforcé por recaudar fondos suficientes, cobrando todas la deudas que me debían y tuve con tiempo todo preparado para ir a las sierras de Córdoba. Por fin iba a estar, aunque solo fuera unos días, solo con mi amor. No fue así, la mamá vino con nosotros. Con una dulce sonrisa y muy suelta de cuerpo, dijo –Ay, yo voy con ustedes, nunca estuve en las sierras, las quiero conocer, pero no los voy a molestar para nada.

Tuve que aceptar, muy de mala gana, que compartiéramos los gastos, porque otra persona excedía mi presupuesto. Esto me resultaba muy desagradable, porque yo podía gastar hasta donde me daba el cuero, en cambio la señora gastaba a manos llenas y forzosamente lo compartíamos.

Lo lógico hubiera sido que alquiláramos en el mismo hotel dos habitaciones con baño privado, pero doña Fernanda no podía dormir sola, tenía miedo de la soledad. Era un departamentito con una habitación matrimonial que ocupábamos nosotros y otra más pequeña que ocupó Fernanda. Eso sí, compartíamos el baño y el espacio sonoro, con lo cual quedaba totalmente restringida nuestra intimidad. Ella era muy buena, todo lo hacía con la mejor intención, pero, sin querer nos arruinó las vacaciones.

Nunca se hablaba en la casa del finado padre de Elenita, yo lo conocí a través de unas fotografías. Se veía un hombre serio, delgado, de gruesos anteojos de carey, con un cierto aire de funcionario público. La empresa y todas las propiedades fueron obra de don Fernando, el abuelo de Elena, el marido de Fernanda había sido su contador. Ahí está, tenía pintada la estampa de contador. Cuando la señora hablaba del papá, se le iluminaba el semblante, sin duda era su ídolo, hombre avasallador y de empresa. Del finado marido nunca la oí hablar. Por lo visto Fernandito seguiría los pasos del papá, ya que estudiaba contabilidad. Pero no basta con ser contador para administrar cualquier clase de empresa, hay que tener condiciones y esas condiciones las tenía doña Fernanda, heredadas de su papá.

Con mi mejor ánimo de integrarme a la familia y colaborar con la empresa, propuse, en ratos libres, rehacer la instalación eléctrica de la droguería. El edificio, aunque de muy buena calidad, era bastante antiguo, los cables tenían aislación de parafina y estaban en muy malas condiciones. Había frecuentes cortocircuitos y pérdidas, el peligro de incendio estaba siempre presente. Yo le puse conductores antiflama, descarga a tierra con una buena jabalina, térmicas adecuadas a la carga de cada circuito y disyuntor diferencial. Una cosa bien hecha. Como lo hacía yo solo y por las noches, tardé bastante tiempo en terminar y creo que siempre me quedó alguna parte pendiente. Fernanda dijo en broma –Parece la obra del Congreso- Me reí del chiste aunque no me hizo mucha gracia, pero menos gracia me hizo cuando la oí comentar que gastaba mucho en materiales eléctricos. Yo siempre le llevaba las boletas y ella me daba el dinero, el material estaba puesto. Mi trabajo no se lo cobraba, por supuesto, ¿qué pretendía, que comprara el material de mi bolsillo? La propiedad era de ellos o de ella, no mía.

Con el tiempo me fui interiorizando de cómo era la mecánica familiar. Ellos se reían y divertían entre sí, pero no delante mío. Recibían frecuentes visitas, amigos personales y compañeros de facultad de Fernando, amigas y compañeras de Elena, hermanos de Fernanda y primos hermanos y segundos y toda la parentela. Conmigo no tenían mucha afinidad. Tengo que reconocer que tal vez esta frialdad era mi culpa, yo recibía a mis amigos en el café de la esquina, mi vieja vino una vez sola y nunca volvió, mi tío, que era como un hermano mayor, como mi padre, no era persona para andar con protocolos. Yo parecía más bien un pensionista a quien no se le da cabida en la familia.

Mi tío tenía un terreno amplio en Av. Cruz, en Lugano, es un barrio feo pero está dentro de la capital. Allí tenía un galpón donde guardábamos los andamios. El terreno contaba con pavimento, agua, luz, cloaca, gas, etc. Era perfecto para vivir. El barrio no era muy lindo pero se podría vivir perfectamente bien.

-Vos sabés que todo lo que yo tengo es para vos, ya casi no trabajamos en la construcción, con el tiempo este terreno va a valer mucho. Vos te podés ir haciendo una comodidad para vivir con tu señora y pueden vivir solos, porque “el casado casa quiere” Pensalo y ya sabés que aquí todo es tuyo, hay puertas buenas, ventanas, caños, vos te das maña para hacerlo todo, no tenés necesidad de pedirle nada a nadie.

Parece mentira, una solución tan sencilla y tan al alcance de mi mano, que la tenía ahí no más y no la veía.

Con gran entusiasmo le comuniqué a Elenita la novedad. Se quedó un poco pensativa – No sé qué dirá mamá- No tengas miedo, ella va a estar de acuerdo, seguro. Vení, vamos hasta allá para que conozcas el barrio.

El barrio no le gustó, era natural, además se trataba de un terreno baldío con un galpón, yo estuve mal en no haberla preparado con calma. Al menos conoció a mi perro, quien penaba su soledad en el depósito.

Una tarde lo llevé a mi perro para que conociera la casa de ellos. No creo que haya en el mundo un perro más inteligente y bien educado, es de estos que no ensucian de ninguna manera, ni se rascan, no pierde pelo y hasta creo que no tiene pulgas. Doña Fernanda lo vio y dijo -¡Qué es esto!- el pobre perro cuando la vio se vino a guarecer detrás de mí. Esa misma noche lo tuve que volver a llevar hasta la avenida Cruz.

Una sobrinita de ella, hija de una prima, niña de unos tres o cuatro años, una criatura encantadora con quien me gustaba jugar, me contempló un rato y me dijo “vos sos el enanito de jardín” yo me reí por la ocurrencia, pero me llamó la atención, fue como si de golpe se hubiera prendido una luz roja. ¿De dónde sacó la nena esa expresión? Ella vive en un departamento, no tienen jardín ni enanitos. En los dibujitos de la televisión pueden aparecer enanitos, pero los de jardín no. Esa expresión con una carga tan peyorativa es cosa de adultos. Así me deben calificar los parientes, para ellos yo no debo ser más que un enanito de jardín.

Cada día estaba más cansado de vivir en la droguería, todo rato libre que tenía me iba para la Avenida Cruz, donde preparaba mezcla y me ponía a hacer algo. Ya había diseñado un pequeño departamento con posibilidades de ampliación.

Los domingos eran sagrados para “La Familia” misa y almuerzo familiar. A la hora de la siesta tenía toda la intención de dormir con mi mujer, pero siempre, por hache o por be, la mamá tenía algo que hacer con la nena. Yo me acostaba solo y no podía dormir, pensaba que en ese tiempo podría estar adelantando la obra del departamento.

Un día, no sé cómo fue, a alguien se le escapó decirme “che petiso” No sería nada en otra circunstancia, pero yo ya estaba muy cargado con resentimientos y me desmandé. No sé quién era, un hombre a quien no conocía, lo invité a pelear, para mostrarle que el petiso bien le podía romper la cara. Por supuesto que arrugó humildemente, pero a partir de ese momento mi permanencia en la casa pasó a ser una tortura. Me puse huraño y trataba de estar todo el máximo tiempo posible fuera de la casa.

Volví a la carga con Elenita –Yo quiero vivir con vos, no con tu familia, todos me resultan hostiles, quiero terminar el departamento y que nos mudemos. Puso mala cara, primero dijo que el que era hostil era yo mismo, que sus parientes y amigos eran todos gente educada y cordial. Que el ermitaño era yo. Que no sabía convivir con los demás. Vivir en Lugano ni soñarlo, que ella jamás iría a esa “villa miseria”. Yo me puse mal y alcé la voz, tal vez me excedí calificando a la familia. Ella se echó a llorar sobre la cama. La quise acariciar pero me di cuenta de que no estaba el horno para bollos. Mientra tanto, en la casa no volaba una mosca. Ese silencio indicaba que estaban todos parando la oreja.

Seguí con cada vez más entusiasmo trabajando en el departamento de Lugano, en consecuencia mi matrimonio se deterioraba día a día. Cuando volvía a insistir con el tema de que nos fuéramos a vivir fuera de la casa, ardía Troya, los gritos ya ocuparon su sitial. Decidí entonces recurrir a la autoridad máxima para pedir justicia.

Le pedí a mi suegra hablar con ella. Confiaba en que con su proverbial rectitud me ayudaría a resolver el conflicto que tenía con su hija. Me hizo pasar a su oficina de la planta baja, cerró la puerta y nos sentamos. Me escuchó serenamente mientras yo le explicaba la situación, aunque esta era una situación que ella conocía perfectamente. Cuando terminé, comenzó recién a hablar, lo hizo con mucha calma, muy dulcemente y sin que se borrara una amable sonrisa de su boca. Luego me palmeó cariñosamente la espalda y me dijo: no se preocupe joven, todo va a estar bien. Me fui algo más tranquilo, pero no del todo, eso de “no se preocupe joven” me sonó a burla, ¿acaso no sabía mi nombre?

En definitiva ¿qué me dijo, me dio la razón o no? Tuve la sensación de que no habría ningún cambio favorable. Elena ya estaba enterada de que estuve hablando con la madre, cuando la vi. Estaba que echaba chispas –Así que estuviste molestando a mamá, haciéndote el hombrecito- Por primera vez y última, espero, le levanté la mano. No había nada que hacer, estaba realmente rodeado de enemigos. Mi última esperanza, doña Fernanda, se desvanecía paulatinamente. Me fui hecho una furia, bajé la escalera y abrí la puerta de calle, de pronto recordé que me había olvidado algo. Cuando me volvía, el viento cerró la puerta con estrépito. Me quedé un cierto tiempo en medio de la escalera para tratar de serenarme. Desde allí se oía claramente todo el movimiento de la casa. Doña Fernanda fue corriendo a ver qué pasaba con la nena, en ese momento ella, con el rimel corrido por las lágrimas, salía en busca de su mamá. En la sala se encontraron con el tío y ese a quien desafié a pelear, que había sido un primo lejano o algo así. Abrieron las ventanas de la sala para que entrara luz, la escalera quedaba más bien oscura. Nunca en mi vida fui fisgón, pero ahora era mi oportunidad de saber qué se decía a mis espaldas.

Mejor sería que no lo hubiera hecho. Confiados en la impunidad, seguros de que el portazo coincidía con mi alejamiento, no tuvieron inconveniente en expresarse con toda sinceridad. Ahí pude ver bien a las claras el manejo de la vieja puta y celestina. El primo famoso se tomaba delante de ella unas libertades inconcebibles, ¡qué rápido era para seducir a la prima! Se atrevía el desgraciado a jugar de mano con Elenita y la “nena” delante de la mamá, parecía tomarlo con la mayor naturalidad. Estuve a punto de subir y matarlos a todos a golpes, cosa que me hubiera resultado fácil por la indignación que tenía. Temblaba como una hoja, por fin había descubierto bien cómo era la situación. Esta vieja maldita tenía dos caras, con una me sonreía y con la otra me mandaba degollar. ¡Qué engañado estuve! Me armé de toda mi fuerza de voluntad para no reaccionar en caliente. Estaba tan desesperado que tuve miedo de caerme por la escalera y revelar mi presencia. Abrí la puerta y la cerré al salir, en el mayor silencio.

Yo ya había visto el frasco, varias veces los tuve que mover de lugar para acceder a las bocas de luz, cuando estuve cambiando los cables. Eran muchos frascos iguales de aproximadamente un litro o dos, color caramelo con tapa esmerilada. Casi todos tenían etiquetas blancas con especificaciones. Éste tenía una etiqueta roja con una calavera y tres grandes letras mayúsculas (KCN) No soy químico pero en seguida supe de qué se trataba.

Volví tarde a la noche, me había pasado casi todo el resto del día en avenida Cruz, no tenía ganas de trabajar ni de hacer nada. Mi perro parecía entender mejor que nadie mi desazón, estuvo todo el día pegado a mi pantalón. Parece mentira, ¡tanto que quiero a mi perro y no tengo derecho de vivir con él! Elenita dormía, el que no pudo dormir en toda la noche era yo. Me daba vueltas y vueltas en la cabeza la imagen del primo baboso manoseando a mi mujer. A ese gusano yo lo aplastaría en un segundo, pero mi gran enemigo era la vieja reputísima que incitaba a la hija a que me metiera los cuernos. Y esta boba ¿no era capaz de darse cuenta? Con razón tanto desprecio por parte de toda la familia, ahí se hacía siempre lo que mandaba la vieja, ella mandaba en el negocio, en la casa y en todas partes. No hacía falta que hablara, se hacía entender por gestos y por silencios, todos los demás eran unos peleles a quienes ella manejaba a su antojo. Por eso su oposición a que nos mudáramos a otro lugar, ella quería tener a su hija siempre cerca para disponer de su vida. Su inconveniente era yo. Yo le resultaba un hueso duro de roer, por eso se había propuesto destruirme, destruyendo mi matrimonio. Así ella volvería a tener intactos los hilos de sus títeres.

Después de tomar el se te descompuso, cuando vino la médica del SAME, ya estaba muerta. Tenía los labios llenos de espuma y signos más que evidentes de envenenamiento. La médica, una flaca mal y nunca, ni lenta ni perezosa dio cuenta inmediatamente a la policía. Esa misma tarde vino un oficial joven y estuvo haciendo preguntas a todos los de la casa. Yo no iba ser tan estúpido de llorar y decir que la quería muchísimo. Dije que sí, que me llevaba mal con mi suegra porque era una persona autoritaria y quería mandar en la vida de los demás. El oficial, un muchacho de mi edad, a pesar de ser policía parecía inteligente, dijo -¡Qué le vas a hacer hermano, las suegras son jodidas! Se ve que él también tenía suegra.

Tuve que quedarme todo el tiempo haciéndome cargo de la situación, muerta la vieja quedaron todos desamparados, nadie sabía qué hacer. Tuve que ocuparme de los trámites, de la pompa fúnebre y de todos los requisitos. De pronto parecía haberse terminado toda animosidad contra mí.

Esa misma noche me escurrí al depósito de la droguería a borrar con un trapo las huellas digitales, no encendí la luz para no llamar la atención. A la mañana, antes del entierro, vinieron de la policía científica con guantes y se llevaron el frasco entero en una bolsa, junto con una nota. Yo estuve presente y un escalofrío me corrió por todo el cuerpo, el frasco al que le borré las huellas no era ese. En la semipenumbra me había equivocado de estante. No había tiempo de hacer nada ni de pensar la menor estrategia, las consecuencias del arrebato había que afrontarlas con entereza. Ahora había que ir a Chacarita, a depositar a la señora en la bóveda de la familia, junto a su marido y a su querido papá.

Pensé más de una vez si me convenía hacer una declaración o simplemente callarme la boca, pero las circunstancias me iban llevando. Aquí estaba y me aguantaría a pie firme lo que viniera.

Pasaron varios días en que no tuve sosiego, de noche dormitaba solo a ratos. Me despertaba sobresaltado, siempre me parecía que me venían a buscar. No me explicaba cómo no confrontaban las impresiones digitales sobre el frasco con las mías. No sabía si sería mejor presentar una declaración voluntaria asumiendo mi culpabilidad.

Lo fui a ver a mi tío, nos citamos en el depósito de avenida Cruz. Le conté todo lo sucedido, él era la única persona a quien se lo podía contar. Se quedó un rato callado, serio, pero sus ojos sonreían –La puta que sos corajudo, cuántos hubieran querido hacer lo mismo que vos.

-Sí tío, pero en cualquier momento me va a venir a buscar la policía.

-¿Por qué?

-Las huellas digitales en el frasco, yo podría argumentar que lo tuve que mover para hacer la instalación, pero ¿qué digo cuando aparezcan las huellas en la tapa?

-Ya te habrían llamado. A ver, mostrame tus manos… No ves, vos estuviste haciendo el cielorraso con cal fina y sos tan bruto como tu tío, no te querés poner guantes de goma, ahí tenés, la cal te borró las impresiones digitales. Mirá, hace unos años yo tuve que renovar la cédula, fui varias veces a tocar el pianito porque salían lisas, todo por el mismo motivo, la cal fina. A vos mismo te habrá pasado que hasta las yemas de los dedos terminan sangrando de cómo se come la piel.

Siempre mi tío tiene la respuesta tranquilizadora, es verdad ¿qué huellas digitales si tengo todos los dedos lisos?

-Mirá tío, yo tengo pensado, si este asunto se tranquiliza, obligarla a mi mujer a que venga a vivir aquí conmigo y si ella insiste y no quiere, la pienso dejar, la pienso abandonar y yo me vendré solo.

-Me parece muy mal. Eso no es la actitud de un hombre responsable. Ahora que no está la vieja, y no te quiero oír hablar nunca más de cómo murió y por qué murió, te decía que ahora que la señora falleció, no hay ninguna razón para que vos te tengas que ir. Además es tu deber cuidar y proteger a tu mujer. Tenés que pensar que la pobre chica se debe encontrar desamparada, y no solo ella, también tu cuñadito y toda la familia de alguna manera. Vos no los podés abandonar. Este lugar de acá es tuyo, vos lo sabés bien, pero ahora tu lugar está allá.

Me volví con el perro, a nadie se le ocurrió decir nada. Elenita lo acarició y hasta lo besó. Demás está decir que este atorrante estaba en el cielo. Nadie puso objeción.

Yo no acababa de quedarme tranquilo, de la policía no me llamaban, del juzgado tampoco, pero me resultaba inquietante la tranquilidad repentina del asunto. Resolví hacer lo más lógico, preguntarle a mi mujer cómo se había resuelto el asunto. Los dos hijos y el hermano declararon lo mismo: ella se habría suicidado. Toda su vida se había estado quejando de diversas dolencias, no había enfermedad que no fuera conocida y sufrida por ella. Su mayor deleite era estar permanentemente en manos de médicos. Ahora se le había antojado que tenía cáncer en estado terminal, incurable e irreversible. Había dicho muchas veces que no iba a esperar estar en las últimas, ella era una mujer de coraje y sabía lo que tenía que hacer. Esto le servía a la perfección para tener en vilo a toda la familia y a mí me salvó definitivamente.

Arturo 1/01

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